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La justicia Devermut en Conil de la lesbofobia

“Un percal, un percal por besarnos”. Las activistas Devermut denunciaron públicamente para sus 800.000 seguidores de Instagram al pub La Luna de Conil, en un par de vídeos y alguna otra publicación, etiquetando al local para lanzarle todas sus hordas, sedientas de justicia y equidad. Contaron que habían sufrido una agresión homófoba que consistía en lo siguiente: según ellas, las echaron del bar porque estaban bailando a su rollo, con otras dos amigas, y un grupo “de tíos” no paraba de mirarlas como a cachos de carne y reírse de ellas “por lesbianas”.

Me permitirá el lector que parafrasee el relato y el estilo. Se quejaron a seguridad, dicen, pero los seguratas pasaron de ellas. En un momento dado ya las estaban rodeando 10 tíos en barrera, girados para ellas, como en el zoo, y las arrinconaban. Se quejaron a un segurata, que se burló de ellas, en plan, buá, y se puso de parte de los maromos. Ahí una de las Devermut tropezó un poco así para atrás y tocó a un tío, dicen. El portero se pasó 10 pueblos, la cogió del brazo. ¡Pero fuerte! Y vino otro y ellas se lamentaron, en plan, que no puede ser, que somos lesbianas, que no somos un puto espectáculo.

(Todo esto lo cuentan en Instagram, donde además de vídeos de contenido político, consistentes en repetir los mantras resumidos del máster de género que ambas cursan en la Universidad de Nebrija, dan cuenta de muchos de los pormenores de su vida, con fotos donde se las ve alegres disfrutar de un cóctel, pasear a un perro, siempre estupendas, enamoradas, a veces ligeras de ropa, como en ese vídeo en el que salen pintando unas paredes y la miniatura es una de ellas, rodillo en mano, sin camiseta, por ejemplo. ¡Nada, es simplemente que me da la risa cuando dos 'instagramers' con 800.000 seguidores dicen que no son un espectáculo!).

Pero esto no justifica que nadie las moleste en una discoteca, claro. Y eso es lo que, siguen contando ellas, comiendo patatas, sorbiendo sorbetes, pasó en La Luna de Conil. Pese a sus civilizadas quejas, los hombres de Conil no atienden a razones. Hay una estructura de opresión y una alianza y ellas son dos pobres bolleras indefensas en un mundo azul. El “portero secuestrador de brazos” (sic) seguía emperrado en agarrar a una de ellas. Y el caso es que las van a echar, en vez de echar a los agresores babosos. Y ahí los tíos molestosos, que básicamente las estaban humillando todo el rato, se ríen, ja ja, y uno de ellos se las queda mirando, y cuando lo encaran, porque no hay derecho, el machista lesbófobo les dice que les va “a partir la cara” (sic).

En cuestión de minutos el pub La Luna de Conil está bajo el ataque inclemente de los zombis que siguen a estas dos

De esto, dice una de las Devermut, mientras mastica doritos, publicó un vídeo “sin el audio, porque el audio es un esperpento”, y lo que se ve en el vídeo es, efectivamente, un tipo barbudo que trata de agarrarle el móvil con que ella lo está grabando, o de taparle la cámara, vaya usted a saber. Entretanto, el portero las sigue acosando para que se larguen. “Te estás confundiendo de persona”, le comunica una de ellas, “estáis teniendo mucha suerte”. Es un ¡usted no sabe con quién está hablando! de la era de Instagram.

Ahí llega el colofón de esta triste historia que podría ocurrir en Kabul lo mismo que en Conil. “El pavo me intenta pegar”. Dan detalles, la mano ya “como para pegarle”, un “tío grande”, etc. Pero allí la seguridad se pone de parte de la testosterona porque “los tíos se protegen entre ellos”. Total, que las echan. Repiten luego que todo ha sido porque las miraban, las miraban como a un espectáculo, lascivos, como si no hubieran visto lesbianas en su vida, pero ellas no son de esas “bolleras que se quedan chiquititas”, y les plantan cara, y claro, no están acostumbrados. Violencia como respuesta. (Aunque la violencia, veréis a continuación, no está o no se ve).

En resumen: el patriarcado lesbófobo de Conil de la Frontera había ganado una batalla, pero no la guerra. Porque para ganar las guerras están los 800.000 seguidores a los que ellas les cuentan todo esto, publicando algún vídeo descontextualizado, y en cuestión de minutos el pub La Luna de Conil está bajo el ataque inclemente de los zombis que siguen a estas dos. Aquí hubiera acabado la historia que tantas veces hemos visto, con el bar humeante y cerrado en el mejor de los sueños marca Devermut. De hecho, los medios ya estaban llenos de titulares sobre la agresión homófoba en un bar de Conil. Porque los medios somos para echarnos de comer aparte.

La justicia Devermut en Conil de la lesbofobia

La Luna de Conil tiene vídeos y los publica para librarse de la purga, y amenaza con denunciar a las dos activistas por difamaciones y calumnias

Pero de pronto, cual ángel exterminador, dice La Luna de Conil que tiene vídeos de las cámaras de seguridad, y los publica para librarse de la purga, y amenaza con denunciar a las dos activistas por difamaciones y calumnias, y resulta que en estos vídeos se ve, a las claras, que al menos una buena parte de lo que cuentan las Devermut —una parte fundamental— es simple y llanamente mentira. Ni las rodean en plan muralla, ni una de ellas se tropieza, sino que le da un codazo a uno y a otro le pisa el pie con mala leche, ni el “portero secuestrador”, que se vea, las toca. Es decir: como mínimo, adornan y exageran sus sufrimientos. Que es lo que hace cualquier niñato victimista, por cierto.

Convierten el relato de una trifulca ligera de discoteca, que no tiene consecuencias y además parece provocada al menos en parte por ellas, en un relato de victimismo y opresión estructural. En los vídeos tampoco se ve a los tíos molestarlas, ni mirarlas obsesivamente, pero es posible que sí ocurriera. Sí que se ve algo que las Devermut sacan después (no en su primera crónica), cuando los activistas LGTB ya se han lanzado en masa contra ellas por usar la causa para que les hagan casito, y es que uno de los maromos del enfrentamiento, cuando la activista se pone a su lado y coloca el móvil en modo selfi para grabarse con él, trata de besarle la cara, momento en que empieza un forcejeo.

El caso es que una de las camareras (y aquí ya no funciona la supuesta alianza de machos) ha dicho que eran ellas las que la estaban liando, y buscando pelea. Entre este testimonio y los vídeos, las Devermut han quedado como unas farsantes. Cuando escribo esto han perdido más de 60.000 seguidores, dicen estar rotas, compungidas, y apelan a la solidaridad de las mujeres y al 'yo sí te creo'. Y es de esto, precisamente, de lo que yo venía a hablar.

Justicia Devermut

Las Devermut defienden un mundo que se parece mucho al que, poco a poco, vemos instalarse sobre la democracia y el Estado de derecho. Es un mundo en el que no existe presunción de inocencia para quien forma parte de la supuesta estructura de opresión, es decir, un mundo #MeToo en el que basta la acusación pública que haga una mujer o el miembro de una minoría para desatar una reacción de condena automática, primero social, pero gracias a Irene Montero puede que pronto también judicial.

En la justicia Devermut, la noche de Conil se hubiera saldado con su relato, resplandeciente, y el castigo automático al bar. No habría abogados por miedo a las descalificaciones (machista, homófobo) contra cualquiera que pusiera en duda el doliente testimonio. A esto habría seguido una tormenta de repudio, boicot y cancelación, y hubiéramos visto a muchos parásitos, locos por obtener sus 'likes' a base de comparar el pub La Luna de Conil con el Tercer Reich, sumándose a la quema. De no ser por las grabaciones de seguridad y la respuesta de parte del activismo LGTB, las cosas habrían terminado así.

Puede que realmente se sintieran violentadas por los chicos vecinos. Pero esto, lejos de tumbar la enjundia, solo hace el episodio más interesante

En esta historia, de apariencia pequeña y veraniega, hay muchos elementos de los que he tratado de escribir en los últimos años. Mi último libro los aborda. Me parece que lo tiene todo, de hecho, y eso que no estoy convencido al cien por cien de que todo lo que dicen las Devermut sea mentira. Puede que los de al lado las mirasen insistentemente. Puede que les faltaran al respeto. Puede que realmente se sintieran violentadas por los chicos vecinos. Pero esto, lejos de tumbar la enjundia, solo hace el episodio más interesante. Veréis por qué.

El primer elemento clave es que, en un contexto de narcisismo tanto individual como tribal, es decir, de estrellitas de Instagram con síndrome del 'pueblo oprimido', de “todas a una (pero detrás de mí, mirad cuánto sufro)”, cualquier cosa que le pase a alguien puede ser percibida, interpretada y denunciada por esa persona como una agresión, cuando posiblemente no lo sea. Si permitimos que el sentimiento codifique por completo qué es la agresión, despojándola de elementos objetivos, ni los vídeos ni el testimonio de la camarera del pub quitan para que a las Devermut las hayan agredido.

Las miradas son, en la inmensa mayoría de los casos, un poco inescrutables. Y las sensibilidades pueden ser, también, engañosas

Ellas hablan mucho, de hecho, de las miradas. Y en la última intentona de reforma legal de nuestro Gobierno para agresiones sexuales, las “miradas lascivas” aparecen entre las formas de daño. Pero las miradas pertenecen, por excelencia, el reino de la subjetividad. Se hacen con una intención (a veces, de hecho, sin intención ninguna, involuntariamente, como si los ojos fueran soberanos) y se reciben luego, por la otra parte, con una sensibilidad. Intención y sensibilidad son dos terrenos pantanosos para explicar qué ha pasado. Determinar si una mirada era efectivamente lasciva solo es posible en el reino de la pantomima y la exageración, como en las películas de Pajares y Esteso. Las miradas son, en la inmensa mayoría de los casos, un poco inescrutables. Y las sensibilidades pueden ser, también, engañosas.

Me parece sintomático que todo este caso de las Devermut venga, pues, de las miradas. De las miradas que supuestamente reciben dos señoras con una relación particular con las miradas, pues no paran de publicar fotos suyas en la red, y viven de eso.

Pero hay más. Porque en un mundo que vende como enseñanza de posgrado lo que termina siendo un burdo catálogo de microagresiones importadas de la psicosis cultural de Estados Unidos, entre ellas el calvinista y puritano asunto de 'las miradas sucias'; en un mundo donde se escriben millones de artículos explicando a las mujeres o a la gente de minorías por qué deberían sentirse dolidas y ofendidas todo el día; en un mundo donde el hecho de no sentirse dolido por una estupidez puede ser un síntoma de preocupante alienación, y donde para colmo cualquier testimonio de víctima recibe premios automáticos, existen millones de formas de acabar justificando que esas dos inquisidoras de bar sufrieron una agresión.

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Esto nos lleva al segundo elemento. Si cualquier cosa puede ser una agresión, siempre que la víctima pertenezca a uno de los colectivos que parecen importar a la prensa, y siempre que esa persona lo haya sentido efectivamente así, o acabe convenciéndose de que lo sintió así, o lo diga por beneficio propio, o por dañar a otros (como podría ser el caso de la 'vendetta' de Conil), entonces hemos de tener un cuidado tremendo con cualquier acusación o relato que se vierta en las redes sociales. De hecho, para una persona narcisista, y en Instagram no vais a encontrar a una sola que no lo sea, todo lo que no sale a pedir de boca es una agresión o un síntoma de injusticia. Recuérdense los adorables relatos de chicas a las que el camarero les puso coca-cola cuando ellas habían pedido cerveza, y contaban esto como si alguien les hubiera faltado al respeto gravemente.

Lo que nos lleva al tercer elemento de fondo: que la respuesta social estándar ante estos relatos sea el 'yo sí te creo' es un suicidio. Dar por hecho que ninguna denuncia como esta será falsa y convertir el testimonio de una parte en un movimiento automático de castigo contra la otra es, sencillamente, feudal. Y no me importa de qué colectivo sea cada quién. Si las acusaciones son condenas, cualquiera estará en manos de la legión de narcisistas permanentemente heridos; cualquiera podrá ser destituido o cancelado, como pasa en los Estados Unidos, en base a un testimonio parcial cuyas motivaciones no siempre están claras y sobre las que no se puede preguntar; y cualquier pequeña minucia (como los hechos relatados por Devermut, incluso en el caso improbable de que todo ello fuera tal cual) se convertirá en un crimen contra los derechos humanos.

Ni aunque hubieran dicho toda la verdad tendría nadie derecho a condenar a un bar de Conil en los tribunales de justicia paralela de las redes

Aquí está para mí la clave del asunto. Ni siquiera en el caso de que las Devermut hubieran dicho toda la verdad tendría nadie derecho a destruir un bar de copas de Conil, ni a condenarlo por unanimidad en los tribunales de justicia paralela de las redes sociales. De la misma forma que las Devermut tampoco debieran ser destruidas por esa arma que tantas veces usan, y que ahora se les pone en contra, son otros tribunales, los institucionales, los que están para dirimir estos desencuentros. Allí tendrán que responder ellas de sus posibles calumnias, y pagar su castigo, o denunciar al local que las dejó indefensas cuando un grupo de brutos “las arrinconó”, y que pague el local. Siempre en base a pruebas objetivas, y no a vídeos de TikTok.

Si permitimos que esta visión relativista y subjetivista del delito, cada vez más fomentada por los políticos, siga infiltrándose en las leyes, la Justicia empezará a parecerse a la justicia Devermut. Y entonces ya estaremos perdidos. Nosotros, vosotras y vosotres. Todos.