-Nosotros no humillamos a ningún hombre. Preferimos matarlo –dice Wilmer José Brizuela Vera.
-¿Y qué otras cosas les hacen a los que desobedecen las reglas que tú has impuesto, Wilmito?
Antes de dar la respuesta, se estira en la silla de plástico. Respira hondo, alza los brazos y la panza se le infla y al tiempo que expulsa el aire baja lentamente sus gruesas manos hasta posarlas en la mesa cuadrada. Es miércoles 30 de abril de 2014 y estamos en las áreas comunes de la Mínima de Tocuyito, el penal localizado en las afueras de la ciudad de Valencia, la tercera más importante de Venezuela, capital del estado de Carabobo, a donde Wilmer José Brizuela Vera, el goldo, como también le llama su gente de confianza, ha sido trasladado después de un motín en el otro penal en el que estaba, Vista Hermosa, en Ciudad Bolívar, al sur de Venezuela, que culminó con dos guardias nacionales asesinados por los presos que él había liderado durante ocho años. Cuando finalmente coloca sus dedos sobre la superficie de la mesa, dice:
-No les damos tiros en la espalda, sino donde les pegue. Yo no estoy todo el día dando órdenes. Las personas se mueren en la cárcel por la rutina impuesta. Así uno no quiera, lamentablemente hay que cumplir las reglas.
Y estas son las reglas.
***
Es lunes 16 de diciembre de 2013 y voy hacia el penal de Ciudad Bolívar a visitar a Brizuela, el líder máximo del reclusorio. Fuera del penal nadie lo conoce como Wilmer, sino como Wilmito.
Le he pedido al taxista que me deje a tres cuadras de la cárcel, en la esquina de la avenida San Francisco, frente a una tienda llamada Comercial Romar. Las bicicletas con cestas de mimbre delante del manubrio forman dos filas simétricas en la entrada. A las tres de la tarde no hay clientes dentro del local. Nadie camina en la acera del frente y los autos circulan con vidrios polarizados y el aire acondicionado encendido. Ciudad Bolívar es a esta hora de la tarde una plancha de aluminio sobre la que se refleja un sol gelatinoso. Sólo quien tiene necesidad u obligación camina a esa hora por las calles solitarias que rodean a uno de los penales más peligrosos del país. Vista Hermosa, el sector donde está ubicado, no hace honor a su nombre. En realidad es un predio de clase media venido a menos, compuesto por calles rotas y casas de uno o dos pisos, con techos de platabanda, de verjas altas y puntiagudas y paredes desconchadas. Hace rato que muchas de las viviendas que se levantan a la vera de la calle que conduce hasta el penal no reciben una mano de pintura. Cuando en los años sesenta del siglo XX la ciudad se expandió desde las orillas del río Orinoco, esta urbanización, como le llaman a los sectores de clase media en Venezuela -en contraposición a los barrios de clase popular- se convirtió en el sitio preferido de las nuevas familias. El rápido crecimiento del sector terminó rodeando al penal, construido años antes, en 1951, en esa zona muy alejada del casco histórico.
Eran, desde luego, otros tiempos. El Estado mantenía el control de las cárceles y era inconcebible que un interno tuviera un fusil AR-15, pistolas 9 mm o una escopeta recortada. Hoy, como ha llovido durante varios días, los huecos de las calles están rebosados de aguas pestilentes. Los vehículos aminoran la marcha para no reventar el tren delantero. Las aceras están levantadas y las viviendas que están en la acera contraria a la del reclusorio tienen sus fachadas agujereadas. Esos vecinos viven frente a un sitio donde se escuchan disparos cada día y donde cada tanto los presos arrojan a la calle a hombres cosidos a balazos, como ocurrió en agosto de 2011, cuando dejaron en la puerta el cadáver de Marlon Guevara, luego de una riña por el control del penal. También está agujereado el portón principal de la cárcel, de color verde, por el que entraré dentro de minutos, aunque hoy no es un día establecido para las visitas. Pero eso no importa. Los presos deciden quién entra y cuándo puede hacerlo. Mientras arreglábamos nuestra primera cita, Wilmito me dijo por teléfono: “Usted llega hasta la puerta de la entrada y desde allí me llama para mandarlo a buscar”.
Minutos después se escuchan golpes en el portón verde. Un guardia se acerca, abre una puerta minúscula y veo la cabeza de un hombre joven. Aunque en ese momento no lo conozco, con los meses sabré que se llama Juan Carlos Hernández, y es una de las personas de confianza de Wilmito. El hombre mira a la izquierda, luego a la derecha, hasta que fija su mirada en mí.
-¿Usted viene buscando a Wilmer?
-Sí –respondo.
-Él viene con el jefe –dice Juan Carlos Hernández, dirigiéndose a los guardias.
Uno de los oficiales deja la conversación que mantenía con sus colegas y se dirige hasta una mesa de hierro de esquinas romas que completa la escenografía de la garita. Hay apenas espacio para colocar las manos porque todo está ocupado por un archivo que contiene, ordenadas alfabéticamente, las cédulas de identidad de los visitantes. Le entrego mi documento y él a su vez me extiende un carné que me identifica. Camino hacia el portón y, antes de entrar, le estrecho la mano a Juan Carlos. Y así es como llego a un Estado dentro de otro Estado: un Estado que Wilmer José Brizuela Vera, Wilmito, el pran más temido de Venezuela, domina con mano férrea desde hace ocho años.
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Un pran es el líder de los reclusos. Es un término acuñado en la jerga carcelaria y que llegó a Venezuela desde Puerto Rico. Al margen de esas inexactitudes suena, sí, como un nombre muy musical y de fácil recordación para los internos y las personas de la calle. Quien mencione esa palabra –“Pran”- delante de otros sabe que lo entenderán porque se refiere, incluso en el extendido ámbito de la guasa caribeña, a la persona que tiene el poder.
Quienes llegan al penal que lidera Wilmito ingresan a un territorio sin reglas donde el único mandamiento necesario para sobrevivir es no demostrar que se teme al otro y adaptarse de la mejor manera a lo inesperado.
La cárcel de Ciudad Bolívar se levanta en un inmenso terreno. El área administrativa está separada de los pabellones donde viven los presos, que pueden verse desde la ventana por donde ahora miro. El sol comienza a ponerse y el penal adquiere un tono ocre, reforzado por el color durazno de la pintura de las paredes. En la fachada principal de los pabellones de los presos hay dos rostros pintados. A la derecha, Nelson Mandela. A la izquierda, Wilmito. Las dos imágenes están encerradas en un óvalo que a la distancia se parece a las ventanillas de un avión. Al lado del rostro de Mandela hay una frase: “No se puede juzgar a una nación por la manera que trata a sus ciudadanos más ilustres, sino por el trato brindado a los más marginados, sus presos”. Y junto al de Wilmito: “No dejes que cuatro paredes roben tu sonrisa”. Mientras apunto esas frases en mi libreta, alguien se me acerca por el costado. Es Wilmito, que se planta delante de mí y me extiende la mano.
-¿Usted se va a quedar esta noche? Porque si es así de inmediato le arreglamos una habitación.
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Wilmer José Brizuela Vera nació en Ciudad Bolívar el 20 de marzo de 1982. No hay que dejarse llevar por la impresión que causan las fotos que con frecuencia cuelga en su perfil de Facebook. Algunas veces está más gordo, otras menos, de modo que no es fácil reconocerlo al primer golpe de vista. En diciembre de 2013, cuando lo vi por primera vez, pesaba 93 kilos, y no es un hombre alto: mide un metro sesenta y cinco. Camina con las piernas semiabiertas, un pie apuntando hacia un lado, el otro hacia el otro. A veces, cuando usa cholas, arrastra los pies, pero es un hombre ágil y se precia de ser un gran amante. “Mi único vicio son las mujeres”, suele decir.
Para los presos, de cualquier manera, estos partidos son una fiesta. Vigilados por la Guardia Nacional, que está apostada en las entradas y salidas de las tribunas y rodea cada punto del estadio, el juego de béisbol es la excusa para encontrarse con sus familiares e hijos en las tribunas. Bien lo sabe Vidalina. Es, también, el modo que ella tiene de apoyar esa suerte de programa de gobierno que su hijo repite a los periodistas que lo han visitado, y que podría resumirse en cuatro mandamientos: nada de andar en los pasillos sin camisa, hay que respetar a los familiares que visitan el penal, no hay que robar a los compañeros y se debe practicar algún deporte. Tal vez por esa razón, los presos se toman estos campeonatos como si se tratara de un torneo profesional.
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Siendo todavía un niño, Wilmito empezó a practicar boxeo aunque su madre se oponía. El responsable de esa pasión fue su abuelo Cándido Vera, un ex boxeador y luchador profesional, con quien veía los programas de boxeo que transmitía la televisión –las históricas peleas de Ray Sugar Leonard con Marvin Hagler o Tommy Hearns- en la década de los ochenta. Un día, mientras miraban una de esas peleas, Wilmito le dijo que quería aprender.
-Tú me estás jodiendo –le contestó el abuelo.
-No –le respondió Wilmer.
El abuelo se levantó de la silla y se puso en posición de combate: Las piernas flexionadas, los codos pegados a las costillas, los pasos hacia adelante y hacia atrás, uno, dos, uno, dos. A partir de entonces, y de manera más o menos improvisada y rústica, el abuelo entrenó al nieto en los principios del boxeo. Cinco meses más tarde, Wilmito pidió matricularse en una academia. Tenía 13 años. Ciudad Bolívar tenía entonces dos campeones mundiales –los hermanos Ernesto y Crisanto España- que atribuyeron el poder de sus puños a los mangos que comían y una legendaria escuela, el gimnasio Boris Planchart, dirigida por el entrenador Ángel Salaverría. Hasta allá lo llevó Cándido Vera una tarde. Salaverría y Vera se saludaron sin especial deferencia. Cuando Vera le contó el motivo de la visita, Salaverría encaró a Wilmito, y sostuvieron un breve diálogo:
-¿Quieres aprender?
-Sí.
-¿Quieres ser alguien?
-Sí.
El entrenador se quedó callado, mirándolo a los ojos. Después, le dijo una frase que hoy, casi veinte años después, Wilmito es capaz de recitar de memoria: “Necesitas tener un corazón de guerrero, una vista de águila y unos puños de acero”.
En el boxeo, Wilmito tenía talento y ganas, pero le faltaba la preparación física. Ángel Salaverría, fallecido hace dos años, pulió aquellas primeras lecciones del abuelo Cándido Vera. Wilmer llegaba del colegio a la una de la tarde, recogía un bolso con una muda de ropa y una pimpina de agua, y salía en autobús hacia el gimnasio, donde pasaba cuatro horas entrenándose hasta que, derrotado por el cansancio, volvía a casa a comer y a dormir. Estaba matriculado entonces en el liceo Ernesto Sifontes, cursaba la escuela secundaria y era un chico delgadísimo, de apenas 48 kilos. A los 14 años, cuando su entrenador decidió que estaba listo para debutar en la categoría Mosca, no resaltaba por la fuerza de su pegada. Pero a Salaverría le llamaba la atención la tranquilidad de su discípulo. Aplanado, casi inexpresivo, Wilmito no parecía alterarse cuando lo golpeaban. Con el tiempo, aprendió a anticipar los movimientos del rival para esquivarlos. Muchos años después, el boxeo le serviría para mantener la calma en medio de situaciones muy complejas: ¿Cómo encarar el robo de un banco sin alterarte cuando el plan no funciona como lo habías diseñado, sin ser capaz de anticipar las reacciones del otro, que está tan aterrado como tú?
En aquel primer combate enfrentó a Luis Palma, a quien venció por decisión de los jueces. El profesor Salaverría tomó aquella refriega como el inicio de la carrera de un campeón al que había que cincelarle la paciencia. Wilmito vio en aquellos años los videos de Marvin Hagler, un legendario campeón de peso medio que jamás dejaba de pegar. ¿Qué pasaría si él, que entonces era una poquita cosa, un gorrión de lavandero sin alas, el hijo único y pobre de una camarera, se convertía en un nuevo campeón mundial de boxeo, como Hagler? De las siguientes 280 peleas, solo perdió tres: con Gilmer Pino, José Rincón y Patrick López, medallista de oro en los Juegos Panamericanos de 2003 celebrados en República Dominicana. Hasta hoy Wilmito los recuerda con nombre y apellido, y no porque aún no haya asimilado la derrota, sino porque Patrick López llegó hasta donde él hubiera querido llegar: Los Juegos Olímpicos. A Wilmer solo le faltó ese escalón para coronar una progresión exitosa: ganó la presea dorada en los Juegos Nacionales Juveniles de 1997 y participó, en 1999 y 2000, del torneo internacional Batalla de Carabobo, el evento más importante del pugilismo aficionado en Venezuela.
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Como presidenta del circuito judicial penal, Mariela Casado ratificó en 2007 el primer fallo de los tribunales locales, publicado en octubre de 2006, contra Wilmito: diez años de prisión por raptar a Abboud. No era la primera vez que se veían, ni tampoco sería la última. Se habían conocido en la cárcel de Vista Hermosa cuando ella recién se estrenaba en su cargo y él apenas comenzaba a despuntar como un líder. Ella visitaba el penal para conocer las demandas de los presos y él era quien transmitía las peticiones. Con lo poco que hablaron, Casado elaboró el perfil de un hombre astuto, amoral y siniestro, con mucha más facilidad para expresarse que el resto de sus compañeros. Varios de los presos que acudían a los tribunales confirmaron sus presunciones cuando, en el receso de las audiencias, le confiaban que para sobrevivir dentro del penal había que obedecerlo y pagar sin falta el impuesto semanal.
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Ya es de noche, pero la música, ensordecedora, continúa. Ahora son casi las ocho y Wilmito me reitera la invitación:
-Si quieres puedes quedarte a dormir. Yo arreglo un cuarto y mañana continuamos.
Pero no acepto quedarme, porque tengo miedo.
El hombre entrega el arma y se va, pateando el aire. Durante mi primera visita había visto a varios hombres sobre la platabanda de los pabellones, pero supuse que allá arriba, mientras caía la tarde, se distraían viendo hacia el horizonte, o buscaban la brisa fresca que, a nivel del asfalto, apenas se siente. Pero no. En el techo están castigados durante días aquellos internos que transgreden las normas impuestas por el Pran. Y no pueden bajar hasta que se los autoricen.
Wilmito termina de jugar y camina hacia nosotros. Uno de los guardaespaldas le ofrece una silla. Casi se arroja sobre ella en el esfuerzo de recuperar el ritmo normal de las pulsaciones. Se ve bastante cansado. Pocos minutos más tarde, me invita a ir hasta su habitación.
-Esa escena que tú presenciaste, del muchacho que se robó el celular, es una de las formas que tenemos de imponer la disciplina –dice, una vez que nos instalamos en el cuarto.
-¿Pero aquí en Vista Hermosa han ocurrido cosas peores?
-¿Como cuáles? –pregunta Wilmito, reclinándose en una silla de plástico.
La camisa sudada reposa en el respaldar del asiento.
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El 28 de diciembre de 2009, a la hora del almuerzo, Wilmito se desplomó entre bocado y bocado. Acababa de molestarse con un interno que “se había comido una luz”. Esa expresión significa en la jerga carcelaria una falta a las reglas impuestas por los reos y es merecedora de un castigo proporcional a ese “delito”. Wilmito fue trasladado hasta la policlínica Santa Ana de Ciudad Bolívar, y volvería a despertarse doce días después, tumbado en una cama y preguntándose qué le había pasado. Le había subido la presión arterial con la potencia suficiente para generar un edema cerebral que con los días fue cediendo a base de inyecciones de diuréticos y esteroides.
Asesorado por sus abogados, Wilmito identificó en ese percance la oportunidad de solicitar al tribunal cumplir el resto de la pena en su casa. Al escrito que razonaba la petición agregaron un informe médico que certificaba sus padecimientos –una elevada presión arterial y alteraciones en los valores de los triglicéridos y el colesterol- y lo presentaron con las formalidades debidas para que la audiencia incluso se celebrara en su lecho de enfermo. Todos suponían que la decisión favorable era un hecho mas no fue así. Advertida por los médicos de la clínica, la jueza Mariela Casado sabía que Wilmito podría regresar a la cárcel sin mayores inconvenientes. Como magistrada rectora ella pidió explicaciones a la jueza de primera instancia que llevaba el caso por la falta de decisión. Había transcurrido un mes desde el desmayo y Wilmito era el de siempre. Hacía y deshacía. Tenía las llaves de su habitación, entraba y salía de la clínica, y sus familiares se habían alojado en el cuarto contiguo para acompañarle. ¿Era posible que un preso ahora utilizara la clínica como un hotel?, se preguntaba Mariela Casado.
Con esas evidencias, y quizás con la silenciosa presión de Mariela Casado, la jueza del caso decidió que los días de Wilmito como paciente habían terminado. Debía volver a la cárcel.
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A juzgar por lo que vino después Wilmito no recibió la noticia de buena manera y urdió una venganza en dos actos. El primero comenzó el sábado 30 de enero de 2010, cuando sacó una ventana del marco de su habitación en la clínica, rompió los barrotes y ganó la calle con la aparente complicidad del piquete policial que lo resguardaba, de acuerdo con el relato contenido en los expedientes del caso.
En la clínica los médicos conocieron otra versión. Era imposible que un hombre de esas dimensiones pudiera escapar por una ventana. Wilmito había salido a ver en la televisión el último juego de la serie final de la Liga Venezolana de Béisbol Profesional entre los Leones del Caracas y los Navegantes del Magallanes, un acontecimiento deportivo que paraliza al país. Se trata de los dos equipos con más seguidores y Wilmito, un seguidor del Caracas, que obtuvo el título aquella noche, estaba entre aquellos absortos hinchas. En el júbilo de la celebración el Pran se quedó dormido y no regresó a su habitación.
Cuando la policía advirtió su ausencia inició una búsqueda casi frenética. El 2 de febrero vaciaron una casa donde suponían que estaba escondido. No lo encontraron. Hallaron, sí, a tres hombres e incautaron, según la prensa, 700 municiones calibre 7.62 para un fusil automático liviano. El cerco se estrechó tanto hasta que el 4 de febrero Wilmito se entregó en Caracas, en una oficina de la Policía Científica. Había recorrido 600 kilómetros desde Ciudad Bolívar porque creía que solo en la capital de Venezuela podrían reparar la injusticia que, según creía, la jueza Casado había cometido en su contra al impedir una decisión favorable. Le había planteado su caso a Lina Ron, una activista del gobierno con sólidos nexos con el presidente Chávez, quien lo llevó con el entonces director de la Policía Científica, Wilmer Flores Trossel.
Wilmito no regresó a Vista Hermosa. A los pocos días lo trasladaron hasta la Mínima de Tocuyito –el penal donde ahora se encuentra- y agregaron a su expediente el intento de fuga de la clínica. Tenía asegurado no solo un nuevo juicio, sino un incremento de la condena. Lejos de su familia y del poder que había acumulado, Wilmito comenzó a subir de peso y a sufrir quizá como nunca antes dentro de un reclusorio. Su familia, mientras tanto, denunciaba en los medios locales sus padecimientos y la mala voluntad de la jueza Casado como máxima autoridad judicial al no querer reconocerlos. Dos meses después volvió a Ciudad Bolívar para ser juzgado por el intento de fuga. El juez Roberto Delgado ratificó en abril de 2010 que debía volver a la cárcel de Tocuyito tras la primera audiencia. Un alguacil que estuvo presente me contó su reacción cuando escuchó el fallo. Wilmito se enfureció y lanzó maldiciones a todos los presentes en la sala. “Ella es la culpable. Mariela Casado es la culpable de esto”, gritaba. Desde entonces, comenzó a planear la manera de vengarse de ella.
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Mariela Casado quería regresar a Valencia, de donde era oriunda. Había pasado mucho tiempo enfrentando un entorno hostil que no le permitía trabajar con comodidad. A sus familiares les había confesado que no se sentía una mujer libre. La mitad de su libertad, contaba, la había perdido cuando se recibió de abogado y la otra mitad la estaba perdiendo lentamente en su pedregoso ejercicio profesional.
Las imprecaciones de Wilmito sumaron otro motivo a las ganas de marcharse de la ciudad. No era la primera amenaza que recibía, es cierto, pero ya había perdido la fuerza que durante cinco años la llevó a soportar las presiones. Recordó entonces cómo, entre 2005 y 2010, había decidido abstenerse de conocer cualquier causa relacionada con él para evitar la tortura de lidiar con Vidalina, la madre del Pran, y María, la abuela, quienes siempre pasaban por los tribunales para exigir cualquier cosa: desde medidas alternativas al encierro para cumplir la pena o el regreso de Wilmito a su ciudad de origen.
Mariela Casado se ocupó, sí, de dejar asentadas esas amenazas en una denuncia interpuesta ante la fiscalía del estado Bolívar. Hoy sus familiares piensan que gracias a ese afán por documentarlo todo se despejó el camino para resolver el crimen que la alejó del país. El 6 de junio de 2007, según consta en el expediente, había revelado que en varios mensajes enviados a los celulares de sus colaboradores la amenazaban de muerte. Dos de ellos decían así: “Wilmel (sic), hay que joder a esa Mariela Casado, la juez de Ciudad Bolívar. Ya cuadré el atraco (…) Pégale un tiro”. Y otro: “Los panas (amigos) fueron a la cárcel a visitar a Wilmito y él cuadró todo. Mosca (pendiente), dile a Cara de Ratón”.
A ella, sin embargo, no le parecía que Brizuela pudiera ser el autor de ese mensaje. De hecho, en 2007 había despedido a varios secretarios y alguaciles de los tribunales y cualquiera de ellos tenía incluso más razones para amenazarla. Y el mismo Wilmito se encargó de llamarla para aclarar cómo procedía él poco después de que recibiera esas amenazas. Mariela Casado le contó a un amigo cercano, quien a su vez aceptó revelarme esto siempre y cuando mantuviera en secreto su identidad, lo que entonces le dijo el Pran: “Doctora, yo no amenazo, yo actúo”.
No tenía por qué dudar de su palabra. Cuando el 23 de marzo de 2007 la prensa local difundió el asesinato de cuatro hombres que tenían pocas horas dentro del penal, Wilmito la llamó para confirmar los corridos que se escuchaban en la calle: “Por ahí están diciendo que yo maté a esos muchachos. Quiero que sepa que yo sí los maté a ellos en represalia por la muerte de un primo, a quien ellos asesinaron”. Lo había advertido al juez antes de que sus víctimas llegaran a la cárcel. “De aquí no salen vivos”. Y cumplió. La prensa aseguró que una de las víctimas fue torturada y mutilada. Los hombres de Wilmito colocaron los ojos y la cabeza dentro de unos envases de vidrio.
Wilmito no amenaza. Wilmito actúa.
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Los presos comenzaron a matarse por el control del penal de Vista Hermosa después de la baja de Wilmito. En febrero de 2010 asumió el control Ausberto Medrano, alias Niño Criminal, que era parte de su clan. Durante su liderazgo murieron Frank Viamonte, después de un roce entre reos, y Ronny Rodríguez y Wilber Hernández, media hora después de haber ingresado a la cárcel. Niño Criminal se fugó el 19 de octubre de 2010 y fue abatido por la policía en un enfrentamiento un mes más tarde. Tomó entonces el control Pata’e loro, con quien siguió la ristra de muertes. Once días después de su coronación, el 30 de octubre, balearon a Miguel José Bolívar Solís, Roger Ernesto Requena García, José Wilfredo Bejarano Vargas y otros dos reclusos no identificados, en medio de un motín por el control de Vista Hermosa. Y meses más tarde el gobierno de Marlon Alirio Guevara –quien a su vez había sustituido a Pata’e loro, trasladado a otro penal- culminó de forma trágica, acribillado con más de 20 impactos de bala.
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Mariela Casado sentía que un hombre la seguía cada vez que regresaba a su casa desde la Universidad Bolivariana de Venezuela, una institución creada por el comandante Chávez para ampliar la oferta educativa. Era el mes de abril de 2010 y la jueza rectora cumplía con algo de desgano con uno de los últimos compromisos en Ciudad Bolívar.
Tenía razones para sentir que todos la miraban. Aunque, paradójicamente, no temía un atentado en su contra, tomó algunas previsiones. No utilizaba siempre el mismo vehículo, por ejemplo. No solo eran los señalamientos directos de Wilmito. Recordó entonces que entre abril y diciembre de 2009 había recibido mensajes de texto en su teléfono celular casi elegíacos, que prefiguraban su actual situación. El 14 de abril le escribieron esto: “Días vendrán en que de verdad la justicia prevalezca, por los momentos aún le queda tiempo para recapacitar, cuídese”. Y un día después le llegó lo siguiente: “Mis pasos se bañarán con la sangre del impío. Hay un Dios que reivindica al justo y está haciendo justicia en la tierra”. Tres días después leyó amenazas más explícitas: “Escribo y borro, busco y no encuentro elementos para salvarla. He usado ya todo cuanto me ayudó a impedir su partida”. Y a continuación: “Podría equivocarme como te has equivocado tú, Mariela, sin embargo soy justo y debes irte”.
Su cuerpo comenzó a somatizar todas sus angustias hacia principios de junio, con atroces puntadas en el vientre. Sin tiempo que perder su hermana Maria Gabriela le fijó para el 18 de junio una cita con un médico en Valencia. Mariela Casado dudó por un momento. Para ausentarse de la ciudad debía obtener el permiso de sus superiores en Caracas. También alguien debía encargarse de buscar y traer a sus hijos al colegio. Su hermana le dice entonces:
-Anda. Yo busco a los muchachos en el colegio.
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El 14 de junio de 2010, Manuel Gutiérrez, entrenador deportivo de Edelca, la compañía eléctrica del Estado de Bolívar, se dirige hacia la casa de su hijo menor Christian conduciendo una camioneta blanca, marca Jeep, modelo Gran Cherokee. Son las ocho y media de la noche. Manuel vive en Puerto Ordaz, la segunda ciudad más importante del estado Bolívar, y el polo de desarrollo de la industria del hierro y el aluminio venezolanos. En el baúl lleva 150 pelotas de tenis, tres raquetas, otros implementos deportivos y una guitarra.
Christian sale apenas escucha la bocina de la camioneta junto a su hermana Yenibel y se entretienen conversando en la acera. Un grito de Yenibel interrumpe la conversación. Dos hombres armados, que habían bajado de un Fiat Siena, apuntan al grupo, los separan y le piden a Manuel las llaves de la camioneta.
Marlon Medina, moreno, peliteñido, es uno de los atracadores y quien ahora conduce el vehículo que va de vuelta hacia Ciudad Bolívar. Se siente contento porque pronto tendrá en su bolsillo 5.000 bolívares que le había ofrecido alias El Pucho, el jefe de la operación, por buscar la camioneta que necesita el patrón. Al patrón también le dicen el goldo Wilmer –así, con una ele intercalada- o Wilmito. El patrón está determinado a matar a la jueza Mariela Casado en cuatro días más y para la misión ha encargado un carro.
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A las once y media de la mañana del jueves 18 de junio El Pucho, cuyo nombre real es Luis Ramón Acosta, es citado por alias El Ciego en el estacionamiento del Bingo Calypso. El Ciego es el gran coordinador de la operación que está a punto de empezar, y se mantiene en contacto con Wilmito por vía telefónica, de acuerdo con la voluminosa acusación que los fiscales escribieron para imputarles el crimen que pronto cometerían.
Al llegar, El Pucho saluda a otras dos personas a quienes solo conoce por sus apodos: La Niña y El Menor.
-Vamos a matar a una señora –dice El Ciego.
El Ciego le pide a El Pucho que maneje la camioneta Cherokee y que lleve como acompañantes a estas dos personas. Él, mientras tanto, sube a otro vehículo que hará de lazarillo para conducirlos hasta el sitio donde La Niña, cuyo verdadero nombre es Edgar Silva Rondón, bajará del vehículo y cumplirá con el encargo.
A las doce y media del mediodía la profesora María Gabriela Casado enciende su Toyota Yaris color negro, ese que a veces utiliza su hermana para trasladarse hasta la Universidad Bolivariana de Venezuela, y maneja hasta el colegio Nuestra Señora de las Nieves, situado en el cruce de las avenidas Jesús Soto y Táchira. Es un sitio estratégico porque está ubicado frente al aeropuerto y es una de las vías expresas que conduce hasta la salida de Ciudad Bolívar. El tráfico del mediodía es denso porque a esa hora todos están buscando a sus hijos. A las 12:45 sale con sus sobrinos y se detiene en un restaurante de comida rápida para comprar el almuerzo. No tardaría mucho allí. Poco después de la una llegan a la casa. Los chicos bajan del carro y corren a tocar el timbre para que el abuelo, Héctor Casado, les abra la puerta. Cuando uno pasa mucho tiempo expuesto al calor húmedo de Ciudad Bolívar solo le provoca correr y colocarse delante de un ducto de aire acondicionado.
En el carro queda olvidada la cajita roja, llena de papitas fritas, con una letra m pintada en color amarillo sobre una de las caras. Antes de entrar a la casa, María Gabriela Casado atiende a un vecino, llamado Pedro Pérez, que le viene a dar buenas noticias. Es cuestión de días para que arreglen un bote de aguas servidas que está afectando tanto a su casa como a la residencia de la familia Casado. Casi al mismo tiempo que se produce esta conversación, El Ciego llamó a La Niña.
-Esta es la mujer.
***
Wilmito no amenaza, Wilmito cumple.
Dos días después de mi segunda visita al penal de Vista Hermosa, el jueves 9 de enero de 2014, Wilmito asiste a la penúltima audiencia del largo juicio seguido por el asesinato de la profesora María Gabriela Casado. Recuerdo que hablaba por teléfono para coordinar el traslado hasta Valencia en un autobús, donde fue radicado el juicio. Unos llevarían carne asada. Otros, la bebida. La condena definitiva llega tres semanas después: 14 años y diez meses como cómplice no necesario en robo agravado del vehículo automotor, sicariato y asociación para delinquir. A El Pucho le correspondieron 16 años y diez días.
Antes de salir para aquella vista le pregunté a Wilmito por la doctora Casado. Estamos en su habitación con el aire acondicionado encendido en su máxima velocidad. Cuando escucha preguntas alejadas del guión del personaje que está construyendo, el Pran se estira y se toma su tiempo. Es una pausa necesaria para elaborar respuestas ajustadas a la imagen de líder que desea proyectar. En esta ocasión, sin embargo, parece ligeramente molesto. Sin alzar la voz, como si de pronto sintiera la necesidad de demostrar sin poses quién es, me responde con la primera idea que le viene a la cabeza.
-Si yo hubiera querido asesinar a Mariela Casado lo habría hecho. Yo no me equivoco. Yo sabía dónde lavaba su ropa, cuándo viajaba a Caracas. Muchas veces me llamaban cuando la tenían enfrente para preguntarme qué hacían con ella. Y nunca actué en su contra. Yo decidí admitir mi responsabilidad por la relevancia del caso y porque tenía la pelea perdida contra la jueza más poderosa del estado Bolívar.
Después del asesinato de su hermana, Mariela Casado salió de Venezuela con rumbo desconocido y con el imperioso objetivo de olvidarse de que alguna vez ejerció como abogada y jueza. Sus familiares tienen prohibido revelar dónde se encuentra por miedo, ahora sí, a que se concrete un atentado.